Polvo

Polvo ilustracionSolana Landaburu

Ilustración:  Santiago Carlomagno

Mejor alejarse de ciertas cosas. Me lo dijo el médico. Y también el otro. Sí, tuve que ir cuando me pasó aquello. No me mire así. ¿Nunca tuvo una crisis? “Crisis” la llamó el otro. Me dijo que no me preocupara. Que si no me pasara nada no estaría viva. Increíble, pero cuando dijo “viva” enseguida me imaginé a un hígado. Fue en un segundo, pero intensísimo. Me quedé callada y pensando. Para que no creyera que me había ido (ido con la cabeza, ¿me entiende?), le dije: “Y, sí, de carne somos”. Entonces anotó en la libretita. Me aseguró que era interesante y que continuara. Yo no sabía qué era interesante. Es una frase de lo más común. “De carne somos”. Pero bueno, se ve que él nunca la había escuchado. Mientras, todavía tenía en mi cabeza al hígado. Ahora se movía, latía, iba como expandiéndose. “¿Le gusta el hígado?”, le pregunté. Él no me respondió enseguida. Me miró y dijo: “¿Y a usted le gusta?”. El hígado de mi cabeza crecía. Ahora estaba arriba de un televisor. Un televisor de los de antes, de los que tenían una papa con una antena clavada. No sabía qué responder. Se hizo un silencio largo. No quería que él se diera cuenta que estaba con la cabeza en otra cosa. Me miraba raro. Me preguntó por qué había empezado a hablar del hígado. Le dije que no sabía. Y entonces, así, sin pensar, le dije que lo que sí sabía era lo del polvo, que lo acababa de descubrir. Sentía que en ese momento, justo en ese momento, cerraba. Cerraba todo. Creo que él esperaba que agregara algo pero mi cabeza era un lío. Tenía al hígado y al descubrimiento. Todo junto. Todo ahí, dando vueltas. Me preguntó: “¿Qué polvo?”. Mientras, el hígado ganaba la pantalla del televisor con la papa y la antena. Al televisor se le había juntado polvo sobre la papa. Se ve que no limpiaban muy seguido. Bah, no sé. Como le digo, todo pasaba acá. Acá arriba. En mi cabeza. Pero el hígado era bastante real. Me acordé de la película en donde una cosa va creciendo y comiéndose a la gente. Y enseguida me acordé también de todas las de vampiros. Por la sensación. La sensación de no poder escapar. “Lo del polvo eres y al polvo volverás”, le dije al otro. Me parece que más que decírselo se lo grité. Se quedó en silencio, como esperando que yo aclarara algo. El hígado de mi cabeza había bajado del televisor y ahora reptaba por el piso. Quería alcanzar mis pies. “Que es todo un doble sentido. Lo del polvo, ¿entiende?”, traté de explicar. No me respondió. Volvió a anotar en la libretita. Nunca pensé que yo dijera cosas interesantes. Jamás creí que lo que yo pensara merecía una anotación en un papel. Me sentí bien, poderosa. Una pavada. Viéndolo ahora, una pavada. Pero en ese momento, era lindo. Mientras, el hígado empezó a enredarse en mis tobillos. La sensación era suave, tibia. Increíble, pero al mismo tiempo, en un costado mi cabeza, en el rincón que le dejaba el hígado, un vampiro clavaba unos dientes en un cuello. “¿Un doble sentido?”, preguntó. El hígado hacía fuerza para subir por mis tobillos. Justo ahí, en ese momento, con el otro adelante. ¡Qué papelón! “¿A qué se le llama polvo? ¡No me haga decírselo! ¿A qué se le llama polvo?”, grité. Se hizo un silencio denso. Me quería esconder. Me agarró vergüenza. Cerré las piernas, pero el hígado insistía. “¿Cómo no se da cuenta?”, pregunté. El otro se rió. ¡Qué ganas reírse en una situación así! Yo trataba de alejar al hígado, lo pateaba con el pie pero sentía una resistencia. Su fuerza era impresionante. Nunca vista. Me empezó a dar miedo. Ansiedad. ¿Hasta dónde quería llegar este hígado? Y el otro ahí, mirándome con insistencia, como esperando algo de mí.

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